No quiero dar mi nombre; deseo permanecer entre las mujeres anónimas que fuimos carne y sangre de cárceles, cadalsos, paredones o quemaderos, que pasamos desnudeces y vejaciones; las amazonas que a lomo de caballo traficamos con armas y manejamos escopetas o sables para atacar realistas; que entregamos nuestras vidas, ideas o parte de nuestros cuerpos para la formación de la nueva Patria.
Muchísimas de aquellas apasionadas independentistas (apasionantes para algunos), esas que dimos “de qué hablar”, somos ahora sólo nombres olvidados -quizás porque no estuvimos casadas con hombres importantes-, pero todas nos sentíamos gloriosamente satisfechas por haber manifestado nuestro patriotismo a la manera que escogimos ante la oferta del destino.
Algunas señoritingas fueron salvadas por la posición social privilegiada de sus familias, otras pocas nos acogimos a la gracia del indulto, pero la inmensa mayoría no tuvo quien hablara a su favor, sólo las amparó el cielo. Y la Santa Inquisición.
Supe las historias de todas esas luchadoras y estando encarcelada escribí –yo sí sabía leer y escribir, fui educada- sus árboles genealógicos completos; detallé sus múltiples hazañas y hasta les hice retratos a lápiz. Pero nadie podrá leer jamás esas vidas, porque mis papeles fueron quemados antes de que un bayonetazo me cercenara la mano derecha y se la echaran a los perros famélicos. Por escribir verdades.
En esas hojas también estaba escrito qué pensábamos las independentistas sobre Francisca de la Gándara, mujer del virrey Calleja, el que mandó colgar las cabezas de nuestros admirados jefes en las cuatro esquinas de la Alhóndiga de Granaditas. No se sabrá lo que decía de nosotras María Rosa Gastón, esposa del virrey Apodaca, mujer que recogía hasta heridos insurgentes y los atendía, o sepultaba a los que se morían en sus brazos. Mi mano izquierda no le dio caridad jamás a la viuda del virrey O’Donojú -una Josefa más-, para enterrar a sus hijos muertos por hambre.
Todo el México que va a la escuela conoce de memoria los rostros y las biografías oficiales de las heroínas Leona Vicario y Josefa Ortiz de Domínguez, muy patriotas y valerosas ellas. Después de la llamada Consumación de la Independencia, María Soledad Leona Camila Vicario Fernández de San Salvador vivió de sus rentas porque le devolvieron parte de lo que invirtió en la causa; veinte años disfrutó de una situación de poder junto a su magistrado, diputado, ministro plenipotenciario, periodista, poeta, académico de la lengua, destacado ideólogo de la insurgencia, su políticamente inteligentísimo e insigne marido Andrés Quintana Roo.
María Josefa Crescencia Ortiz Téllez-Girón retomó su vida familiar en el silencio y su actividad política en lo oscurito, sin dinero personal, pues jamás aceptó recompensa alguna; siguió viviendo entera con lo que le daba su esposo, aquel “encrucijado” Corregidor Miguel Domínguez, siempre aferrado a la fortaleza de su mujer y a cargos públicos.
De diferente forma, pero ambas luchadoras aceptaron los privilegios devueltos o los recién adquiridos. Tal vez fue su manera de sobrevivir o progresar; a lo mejor se los merecían.
Acaso pensaban que la vocación política de sus cónyuges era indispensable para conformar una justa y grandiosa nación, anhelo que año tras año fue desapareciendo en el agujero de nuestros sueños, sueños que aún se sueñan aunque estén agujereados.
La acción contundente, los alaridos de rabia o miedo de gente harta de hambre, de injusticia, esclavizada, y en esas horas soliviantada con fanatismo, se dio bajo el Sol de aquel 16 de septiembre de hace doscientos cinco años. La noche del 15 el aire desparramó el susto que retumbaba en un rincón de la esperanza. Yo sentí ese viento espantado.
Nunca en las arengas de las ceremonias del Grito de Independencia, la celebración más importante e imponente del país, se nos ha mencionado a nosotras, las insurgentes anónimas que también les dimos patria a los mexicanos, y que solicitábamos ser consideradas ciudadanas desde esa época convulsionada….Ni siquiera cuando lo rememora una política enarbolando la bandera ¡con sus dos manos, dichosa!, en el balcón del algún palacio…Ya no importa, el tiempo desata el olvido.
Quizás lo urgentísimo ahora para vosotras sea reflexionar en serio sobre la conciencia que actualmente tienen de Patria, eso ilumina oscuridades… Tal vez resultaría interesante proclamar en la ceremonia lo que vive del pródigo México, os aseguro que la lista es larga y la salvación es latente consigna. ¿Qué vive?… Feliz Día Nacional, mexicanos.