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09 de Octubre de 2024

Opinión

Ruedas for ever, primera parte

Había un armatoste de llantas ovaladas ya por el uso. Apenas con trapos viejos abotonados a la fuerza sobre una estructura metálica que apenas aguantaba su peso. Era la carriola familiar.

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Había un armatoste de llantas ovaladas ya por el uso. Apenas con trapos viejos abotonados a la fuerza sobre una estructura metálica que apenas aguantaba su peso. Era la carriola familiar. No siempre lució así. Con el primer hijo las labores artísticas de los abuelos se esmeraron de sobremanera al unir esos bellos trozos metálicos en una magnífica obra de arte. Con cada niño que nacía, la carriola, volvía a vestirse de gala, se revestía con tela nueva, se sahumaba, se pintaba y  luego se peinaba con un cepillo especial para que perdiera todas las pelusas de la tela nueva, finalmente el crío era asentado en sus adentros.

La carriola y creo que nadie esperó que fuéramos tantos hermanos, y por ende, infinidad de hijos, sobrinos y nietos que pasarían por sus adentros. Tampoco la estoica pieza metálica, esperó que fuera un servidor el último en contraer nupcias. Ante el asombro de mi mujer revestí como pude el artefacto, puse con cuidado en sus adentros a mi primogénito y le di dos zangoloteadas. El ritual estaba hecho. A los tres años nació mi segundo bebé Elenita… Somos familia de rituales, ni modo, también a ella le tocó.

 

2

BRAVO APACHE.

No sabía quién lo había comprado. Cuando tuve consciencia de él toda la parte de atrás con sus poderosas llantas de hule macizo, ya estaba desprendida. Sin embargo el triciclo Apache nos siguió proporcionando horas y horas de empuje y rastra, con un estruendo que rayaba el concreto de la terraza sacando chispas que suponíamos fuego de luzbel o de Moloch, pero que sabía a fuerza de infancia. Nunca deje de preguntarme, cuando me detenía en ese taller hojalatero, si era posible soldar el triciclo en sus partes extirpadas.

                Aunque nunca lo vi de nuevo, siempre me lo imagine reluciente. Rojo sangre, brilloso, impoluto, perfilado, perfecto. Con todas sus piezas hechas de metal (nada de plástico) intactas, con el color negro azabache de sus llantas gritándote a la cara, lo maravilloso del mundo infantil. Y finalmente con aquella imagen delantera con colores vivos de la famosa marca APACHE: ¡un niño indio, con su rostro surcado por rayas de guerra!

                Quizá eso desprendió en mí, el afán de arreglar todo aquello que estuviera patituerto, descompuesto o echado a perder. El alma de reparador me lo brindó ese triciclo centelleante en mi memoria. Ya no tenemos espacio en mi casa. Tomé el caballo SILVER de mi hijo y el caballito PINK de mi hija, me los puse a cuestas y los regalé seminuevos, antes que mis hijos tuvieran un recuerdo tan devastado como el de nuestro triciclo.

 

3

FIESTA BRAVA. BICICLETA WINDSOR

Todos aprendimos a manejar la bicicleta Windsor. Era una norma no escrita en la familia. Hermanos y hermanas sin excepción o escamoteo alguno. Nadie se escapaba del ritual de hombría que significaba aprender a manejar sin rueditas. Directo a la plaza de toros, sin siquiera aprender a menear el trapo rojo. ¡Dale ya! ¡No lo pienses! ¡Sólo pedalea! ¡No pasa nada! ¡Tu hermanito ya sabe! ¡No te quedes atrás! ¡El de adelante corre mucho y el de atrás se quedará!

¡Ole torero! Mi propio padre había viajado al D.F. para comprar el asiento de la Windsor. Hasta fotos tenía parado en el metro con el recién comprado asiento de la Windsor comunitaria. Entonces no te podías hacer “menso”  o aprendías o aprendías. Como todos, democráticamente, en turno de edad, cuando tus piernas ya eran lo suficientemente largas para ello. Desenterraban la bici del pasillo, sin preguntar a los padres, y jala… En una clase maratónica de una sola tarde asimilabas el arriesgado arte de torear sin toro ¡Macho! ¡Por Dios y por España!

Pero la fiesta brava no terminaba ahí. Después de tres o cuatro porrazos macizos con el bovino, una vez dominada la encomienda seguía el reto mayor: ¡Manejar sin manos! ¡Torear sin arreos!

Pero niño no te creas mucho después de la proeza de manejar un cuadra sin manos, sigue lo mejor, manejar de pie y sin manos, todo al mismo tiempo. ¡Torear a caballo! ¡Mi Pablo Hermoso de Progreso! ¡Con su imponente caballo llamado Cagancho Windsor!

Sólo los más bravos toreros andaluces de a caballo, llegaron a esa última cúspide de la hombría ¡Párale niño macho y gallardo de tus virtudes!, cuando tu ego llegaba a las nubes, se acerca desde ya dos cuadras atrás, sudando la gota gorda, tu primo Gaby Leches.

Que por necesidad económica, su padre no pudo hacer el viaje al D.F., lo que lo obligó necesariamente a dominar el arte de la fiesta brava at testiculum (a huevo). Todas las suertes antes citadas, en una bicicleta con un tubo de asiento, con manubrios movedizos y sin frenos en las patas… nos quedamos tontos. El pobre Gaby Leches, no podía siquiera pensar en montar al toro, pues si lo hacía un tubo cromado y bien pulido de hierro lo esperaba para curar sus hemorroides… ¡Bravo por el Majo!

4

AVALANCHA. ENORME ELEFANTE BLANCO.

Todos los domingos sin falta nos levantábamos temprano. Nuestra intención era, desde que pusieron ese artilugio llamado teléfono, entrar en contacto con los cuates de la provincia. Hasta veinte veces intentábamos marcar al número que aparecía en la pantalla de la televisión. El mundo entero lo sabía. El plan era hablar con el amigo de todos los niños “Chabelo”.

Nunca atinábamos en nuestra encomienda. Hasta que ese año Santa se puso magnánimo y no sé de donde apareció una “Avalancha” (juguete que sólo se veía con “Chabelo”) debajo de nuestro vetusto pinito de navidad que resucitaba  cada año. Todo parecía maravilloso, el día calmo después de la noche buena fue propicio para presumirla por la calle. Corrimos como nunca, empujamos como nunca, nos volcamos como nunca. Pareciera que él mismo Santa navegaba en su trineo acompañado de Chabelo ¡Qué maravilla! ¡Qué esplendidez de juguete! ¡Ya no tendríamos que levantarnos temprano los domingos!

La algarabía duró poco. Pronto percibimos qué sólo uno podía montarse en la avalancha y que los otros tres hermanos tenían que empujar cual burro de carga. Mientras que el del trono iba como rey los súbditos iban como buey. Ante un juego tan antidemocrático sucumbimos fácilmente. La Avalancha se guardó en el baúl de los recuerdos y sólo hacía su aparición cuando algún vecino o amigo despistado fenecía ante sus encantos. Entonces con la labia que nos caracteriza lo embaucábamos con la belleza del armatoste para que nos empujara. A buey viejo no le falta garrapata.

5

LA MOTO.

La motocicleta estuvo presente desde muy temprana edad en nuestra cuadra. Al joven que nos rebasaba en peso y estatura, ya un adolescente, al vecino ídolo de las niñas y audaz entre los niños, había obtenido una moto carabela pony. El misterio de su procedencia aumentó su fama diabólica.

Entonces no faltaron los “prestámela”.  Todos en la cuadra, grupo salvaje de niños lobos creciendo a la par, tuvieron su oportunidad. El más arrojado, mi hermano, no entendió la diferencia en la cátedra previa, entre acelerar y frenar. En un manojo de velocidad hizo las dos cosas al mismo tiempo. Es así que conocimos el relinchar de las llantas pequeñas en un amplio mar de arena de playa.

El jinete bronco a temprana edad quiso emular a Ichabot del Jinete sin Cabeza Parte 4 de Disney.    El niño sin cabeza cayó de bruces y por poco pierde el cráneo. Subsistimos a esa etapa de la vida. ¡Sepa Dios cómo!  Prebúres a punto de empezar a gritarle a la vida un par de majaderías cuando todavía nos mandaban a la doctrina del padre del Wong y  a la misa de  niños de las 9:30 a.m.

 “Chabelo  contra las momias”, en la matiné del Cine Variedades, empezaba a  ser cosa del pasado.´

 

6

Caballo de Hierro. Corazón de Oro.

 

                Me ponía esas botas de punta cuadrada, me engomaba el pelo con gel oloroso a gelatina. Todo el cabello para atrás tipo platillo volador. Con una camisa cualquiera me ponía esa chamarra negra y gastada de mi padre. El color mortecino de tal tela tenía dentro una marca de un venado, hecha en Yucatán. Con esa faja de vaquero y esos jeans de Milano, perfumaba la noche con Carolina Herrera o Carlo Corinto. Abría las estrellas con sonrisas entre cortadas y tras los hombros ese dejo de maleante que siempre he traído encima.

                Listo ya encendía el motor de la Yamaha 50 cc a escala. Deportivamente se prendían sus luces. Su motor quemaba la gasolina tan cerca de mis fosas nasales que parecía expirar fuego. Una perfecta escala de su hermana la 500 cc, en color negro precioso con vivos amarillos, en el plástico que simulaba vidrio una calcomanía traída de España.

                Daba dos bravos acelerones antes de salir del garaje de la casa de mis padres. ¡Qué más se podía pedir! ¡Noche de sábado! ¡El límpido cielo nocturno! ¡Enorme luna llena! ¡Juventud lozana! Iba en pos de la amada, que sin saberlo llenaba sus pasos con versos de amor construidos sobre mi Moto Yamaha 50cc.

                Ya no podía pagarla. Fue la última noche que la manejé. El domingo por la mañana la devolví a quien me la había dado a plazos. Ese es precisamente el problema de la juventud. Todavía no se tiene la plata para abonar los sueños, pero si los sueños para abollar el destino. Luego descubrí que los sueños no necesitan de plata, sino de un tren de aterrizaje para bajarse de la nube.

 

7

La otra. La de verdad. La de 550cc.

 

                Era mañana temprano, terminábamos de comer ese riquísimo chocolate con pibitos que hacía mi madre en su viejo molinillo y comal respectivamente. De niños no conocimos las chancletas y menos las camisas sport. Andábamos siempre sin zapatos y con el torso desnudo a la hora de desayunar.

Entrada ya la juventud nos volvimos formales. Vestíamos siempre de manga larga (aún con el calor intenso), zapatos de vestir y calcetines negros. Nos alistábamos temprano en sábado para el trabajo. La faena  que fuera, pues en casa “trabajar” fue siempre una constante.

El chocolate hirviente quemaba los labios y los pibitos limpiaban el ardor con un sabor a manteca recién revuelta con la masa. Si encontrabas en tu comer un pedazo de carne del puñul porcino, era una delicia maquiavélica.

Siempre fue una problemática por resolver su eterno motor ahogado. Por más jalones al respiradero con alicate en mano no “jalaba” ni para adelante ni para atrás. La moto, la otra, la de verdad, la inmensa motocicleta Kataza, Suzuki 550 centímetros cúbicos, que desde nuestro garaje nos miraba recelosa.

Enorme monstruo que daba trabajo despertar por las mañanas. Su inusual motor 550 cc aplicaba una resistencia natural a ser encendido. Nunca fue en nuestra estirpe un problema los “comos”. Siempre resolvimos las cosas haciendo y descubriendo. Esa mañana no fue la excepción.

A empujones sacamos la casta para encenderla. Media tonelada de hojalata se mofaba de nosotros. Recordando nuestra “avalancha” de niños me tocó ser el rey sobre la montura. El otro, mi hermano, corriendo con todas sus fuerzas las 150 yardas que conformaban mi calle. La calle del muelle chico. Pujó el consanguíneo, crujió con fuerza el piso, tembló con cierta vehemencia la moto ¡YA VA A PARIR!- advertí. Pero la motocicleta japonesa sólo rumoreaba un destino incierto.

Ya las fuerzas devastadas del que iba empujando como nunca, salieron de su boca en pos de la victoria, los pibitos ya revueltos con el chocolate. Nos vomitamos del esfuerzo.

Nunca más nos volvió a enojarnos este monumental cabestrante llamado Katana Suzuki 550 cc. La vendí al poco tiempo y con el dinero me fui a conocer el botanical garden de Toluca con sus vitrales. Fue una despedida corta que me supo a gloria. A veces ocurre en la vida, de esos intensos amoríos que te hacen sufrir, vivir y morir y que además terminan de raíz.

De repente supe que el valiente comprador había rodado otras 150 yardas sobre la recién asfaltada calle del Parque Morelos (asfaltada de piedritas), donde por poco pierde la vida. No tuve empacho de irlo a visitar a la clínica, tenía la pierna rebanada y el rostro podrido. En el más majadero desparpajo le pregunté: ¿y la moto?

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