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20 de Marzo de 2025

Opinión

El tambor de hojalata de Günter Grass

Nadie hasta ahora nos había pintado al alemán y en general al europeo de manera tan humana como lo hace Güter Grass. Alejados ya de la recalcitrante tristeza suicida de Kafka y Hesse, Grass nos elabora un mundo lleno de vida. Vida no exenta de tristeza, pero no siendo esta su causa primera.

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Nadie hasta ahora nos había pintado al alemán y en general al europeo de manera tan humana como lo hace Güter Grass. Alejados ya de la recalcitrante tristeza suicida de Kafka y Hesse, Grass nos elabora un mundo lleno de vida. Vida no exenta de tristeza, pero no siendo esta su causa primera.  

Los procesos existencialistas que enmarcan en mucho la Filosofía alemana del siglo XIX, se centran ahora, en cada capítulo de “EL TAMBOR DE HOJALATA”, en una búsqueda viva e incluso irónica y alegre. Búsqueda aligerada de contextos históricos [sin dejar de narrarlos], y más centrada en el individuo. Con un mar Báltico que nos hace añorar tierras que desconocemos, con un aroma a niñez pobre y desprotegida, Güntes Grass, nos regala una Europa más bien universal. Una inocencia centrada en la despreocupación de lo cotidiano, pero envuelta en un realismo mágico con una voz vitricida y unas faldas  lo suficientemente anchas para encubrir y proteger  un romance entero.

A manera de tres libros conjugados en uno sólo, el autor nos confiere en cada título, una historia que pudiera ser contada como un cuento breve íntegro. Esa es la clave en la lectura de esta obra. El descubrirlo a porciones, como si fuera una receta de una comida que se va elaborando paso a paso, sin premura y con independencia. El lector que pretenda encontrar un final anticipado, descubrirá que existen un sin fin de principios y un sin fin de finales. Lo bello es que cada historia reflejada en cada apartado, lleva en sí misma su parte de displicencia,  su porción de picardía, su ración de ternura infantil, adultez pueril de un niño alemán que se niega literalmente a crecer.

Gran novela del siglo XX escrita puramente con el hemisferio derecho del autor. Donde la lógica racional desaparece sólo en apariencia. Cada línea hilada entre sí, es una clara muestra de lo que los teutones llaman Gestalt.  Base fundamental de nuestra percepción, en dónde el todo no sólo es mayor a la suma de sus partes, sino diferente a la unión de las mismas. EL TAMBOR DE HOJALATA es un todo donde el fondo y la figura se confunden, donde los personajes se mezclan espectacularmente con Oscar, quien convertido en el Diablo y con su piel de fibra de coco, descubre ante la señorita Dorotea, su flacidez adulta, ya muy lejana del polvo efervescente que antaño  lo excitaba.  

De cuando Oscar se vuelve rico y pudiente, de lo cual sólo se nombra cómo accidente, pues su sustancia no cambia, sigue siendo el personaje alegre y austero de su labor con las piedras funerarias, que describe bellamente hasta lo que no puede ser bello: un cementerio. De los curtidores, palabra que contiene fieramente a una juventud conflictiva y audaz de aquellos que después se volvieran filósofos. Cabe acotar, que de este remolino inagotable de peleas polacas, de enanos circenses, de acribillados, de casamatas que se aferran al cemento frente al océano, de miradas antediluvianas de pulpo muerto, de furúnculos por exprimir, etc.

Entre todo este maremoto de circunstancias, eventos y nostalgias, resalta un capítulo que vale mil libros. Hay un apartado especialmente de narrativa única, tanto en su historia como en su relato. Günter Grass nos da muestra de su talento de Novel, al enmarcar dentro de un bodegón de cebollas la historia de Willy y Pioch, recurriendo llanamente a la más antigua forma de expresión humana: el llanto. El llanto liberador, el llanto bienhechor, el llanto amargo, hondo y profundo de nuestra propia naturaleza reencontrada. La historia de unos dedos desuñados, resume en una página la grandeza colectiva de este libro.

Parafraseando al autor, GÜNTER GRASS, en este año en que murió, a manera de un pequeños reconocimiento. Más nos valdría que este tratado de la vida  sea siempre una película no filmada. Diría yo, tan sólo guardada en nuestra memoria y en el fondo de nuestro corazón.

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